Ninguna promesa ha ocupado un espacio tan central en la campaña del nuevo presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, como sus planes para deportar a los más de 13 millones de migrantes indocumentados que viven en el país. El republicano los ha convertido en su chivo expiatorio de cabecera, repitiendo hasta la saciedad que EEUU se enfrenta a “la mayor invasión de su historia” y acusándoles de estar “destruyendo totalmente el país”. Poco importa que no sea verdad porque Trump se ha comprometido a poner en marcha la deportación masiva en cuanto vuelva a jurar el cargo el próximo 20 de enero. Pero como le sucedió en tantos ámbitos durante su primera presidencia, se enfrentará a un sinfín de obstáculos legales, políticos y logísticos para poder llevarla a cabo. Por no hablar del coste mayúsculo que podría suponer para la economía y el tejido social del país.
No es la primera que se intenta algo parecido. Durante la Gran Depresión, más de dos millones de mexicanos y cualquiera que lo pareciera fueron deportados a las bravas tras ser arrestados en sus lugares de trabajo, parques y centros comunitarios. Una oleada que se repitió en los años 50 con Eisenhower en la Casa Blanca, cuando 1.3 millones de personas fueron trasladadas en autobuses, barcos y aviones al otro lado de la frontera durante la Operación Espalda Mojada. El plan de Trump, sin embargo, supera por mucho las ambiciones de sus predecesores. Si bien hay pocos detalles, el republicano quiere recurrir a la Guardia Nacional –el cuerpo de reservistas del Ejército—para ayudar en la tarea y comenzar por la expulsión de “pandilleros y traficantes de droga sospechosos o conocidos”.
Entre medio se construirían nuevos centros de detención para albergar entre 50.000 y 70.000 personas, según Stephen Miller, uno de los asesores del magnate. Y todo con el objetivo inicial de deportar a un millón de personas al año, una cifra nunca alcanzada en las últimas décadas. De hecho, durante la primera presidencia de Trump el pico de deportaciones no superó las 350.000 en un mismo año, por debajo de las 430.000 que salieron con Obama, según datos del Departamento de Seguridad Interna (DHS). De ahí que el país se dirija a territorio desconocido, con una futura Administración sobrada de celo xenófobo, pero escasa de personal y capacidad logística para llevar a cabo sus planes, según los expertos.
Falta de personal y espacio para la detención
“Ir puerta a puerta es increíblemente intensivo en términos de personal”, escribió recientemente Robert Suro, profesor emérito de la USC Price School. “Necesitas protección para las fuerzas. Hay que cortar el tráfico. Hablamos de mucha gente para llevar a cabo una redada en la que igual acabas arrestando a tres personas”. La agencia encargada de este tipo de trabajo es el ICE, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, que cuenta actualmente con 21.000 empleados, casi la mitad ocupados en la investigación del crimen trasnacional. De ahí que, según un informe del American Immigration Council (AIC), debería contratar al menos a 30.000 nuevos agentes para poder deportar un millón de personas al año, lo que convertiría a ICE en la mayor agencia del Gobierno Federal.
Algo parecido a lo que pasa con su capacidad para detener a los migrantes hasta que sean trasladados a sus países de origen, lo que requiere un acuerdo previo con el país receptor. Su capacidad para albergar actualmente a 37.000 detenidos debería multiplicarse por 24, según el AIC. Pero hay otro problema. La ley garantiza a los migrantes irregulares una vista con el juez antes de que puedan ser deportados. Pero esos juzgados están colapsados, con 3.7 millones de casos en espera para ser procesados, según datos de la Universidad de Syracuse.
Obstáculos legales
Para denegarles esas garantías procesales y acelerar la salida, Trump pretende invocar la Ley de Enemigos Extranjeros, una ley de 1798 que permite al presidente detener y deportar a ciudadanos de países en guerra con EEUU. Un presupuesto que no se da en la inmensa mayoría de los casos, por lo que se espera que esa medida sea impugnada en los tribunales. Más del 40% de los indocumentados proceden de México, según varios estudios, y la mayoría llevan más de una década en el país.
Para desplegar a la Guardia Nacional, Trump también debería invocar alguna situación de excepcionalidad, dado que la ley no permite a los reservistas hacer labores propias de la policía o las agencias de seguridad dentro del territorio estadounidense. Presumiblemente se topará también con la oposición de los estados demócratas a cooperar en la campaña de deportación. Ya sea en el despliegue de la Guardia Nacional en sus territorios o en la cooperación policial. No en vano, muchas ciudades demócratas protegen activamente a los indocumentados. Son lo que se conoce como “ciudades santuario”.
Costes económicos
De modo que a Trump le esperan multitud de piedras en el camino, a la que hay que sumar los costes prohibitivos de semejante operación. De acuerdo con los cálculos del American Immigration Council, el arresto, detención, tramitación legal y deportación de los millones de indocumentados le costaría al Gobierno federal unos 315.000 millones de dólares. Una cifra que aumentaría hasta los 960.000 millones si se hace de forma gradual durante un periodo de diez años
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A ese factura onerosa habría que añadirle también el desplome en la recaudación fiscal porque esos millones de emigrantes pagan impuestos y contribuyen a financiar la Sanidad y las pensiones a través de sus nóminas. En 2022, esos hogares pagaron 47.000 millones de dólares en impuestos federales y casi 30.000 en tributos estatales. Y no acaba ahí la cosa. Los expertos predicen que la deportación masiva podría provocar un auténtico shock en el mercado laboral. Particularmente en la agricultura, la construcción y la hostelería. De acuerdo con algunas estimaciones, el 14% de todos los trabajadores empleados en la construcción son inmigrantes indocumentados.
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